El consumo de alcohol en adultos mayores se ha convertido en un tema estratégico para los sistemas de salud, la industria farmacéutica y los actores del bienestar en América Latina. No se trata solo de hábitos individuales, sino de una tendencia con impacto demográfico, sanitario y económico. A medida que la región envejece, los efectos del alcohol en personas mayores de 65 años adquieren una relevancia que ya no puede ignorarse.
Según proyecciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la población mayor de 65 años se duplicará en los próximos 25 años. Para 2050, el 18,9% de los latinoamericanos —aproximadamente 138 millones de personas— integrará este grupo etario. Este cambio estructural plantea desafíos para los sistemas de salud y abre interrogantes sobre prácticas cotidianas que antes se consideraban inocuas, como el consumo regular de alcohol.
El National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism (NIAAA) de Estados Unidos advierte que el envejecimiento modifica de forma significativa la manera en que el organismo procesa el alcohol. Aunque una persona haya bebido durante décadas sin consecuencias aparentes, los cambios fisiológicos propios de la edad pueden intensificar y acelerar los efectos negativos.
Desde el punto de vista científico, uno de los factores clave es la reducción de la masa muscular y del contenido de agua corporal, lo que eleva la concentración de alcohol en sangre con la misma cantidad ingerida. A esto se suma una menor eficiencia del hígado para metabolizar el alcohol y una mayor sensibilidad del sistema nervioso central. El resultado: efectos más fuertes, duraderos y potencialmente peligrosos.
El NIAAA identifica impactos críticos en adultos mayores. En primer lugar, una sensibilidad aumentada a los efectos sedantes del alcohol, que puede provocar somnolencia excesiva y confusión. En segundo término, un deterioro físico que afecta el equilibrio y la coordinación, incrementando el riesgo de caídas, fracturas y accidentes de tránsito, un costo relevante para los sistemas de salud públicos y privados.
En el plano cognitivo, diversos estudios vinculan el consumo indebido de alcohol con un deterioro más rápido de la memoria, el pensamiento y el juicio, lo que puede acelerar cuadros de deterioro cognitivo leve o demencia. Además, el alcohol interfiere con la arquitectura del sueño: aunque muchas personas lo utilizan para “relajarse”, en adultos mayores suele agravar el insomnio y reducir la calidad del descanso.
Desde una perspectiva clínica y comercial, el alcohol también puede exacerbar enfermedades crónicas frecuentes en esta etapa de la vida, como patologías cardiovasculares, diabetes, dolor crónico e infecciones respiratorias. A ello se suma la interacción con medicamentos de uso común —antihipertensivos, ansiolíticos, hipnóticos y analgésicos—, un factor de riesgo que requiere especial atención por parte de médicos y farmacéuticos.
El NIAAA señala señales de alerta que pueden indicar un problema con el alcohol en la vejez: pérdida de memoria, falta de atención, síntomas de depresión o ansiedad, disminución del apetito, moretones inexplicables, insomnio persistente, caídas frecuentes y descuido de la higiene personal. Estos indicadores suelen confundirse con “cosas de la edad”, retrasando el diagnóstico y la intervención.



