La creciente informalidad en el agro ecuatoriano plantea un desafío estructural que amenaza no solo la economía rural, sino también la seguridad alimentaria nacional. Sin embargo,
Ecuador comienza a identificar en la biotecnología y la bioseguridad herramientas clave para transformar el sector y avanzar hacia una producción más formal, trazable y sostenible.
Actualmente, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), el empleo informal en el país alcanza el 58 %, la tasa más alta en 17 años. Esta realidad se agrava en el entorno rural, donde la informalidad asciende al 77,6 %, según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (Enemdu). En este escenario, el trabajo informal en el agro no es la excepción, sino la norma, lo cual afecta a productores, consumidores y al aparato estatal.
En el último año, el sector agrícola ha perdido más de 42 mil empleos formales. Esta contracción se ve reflejada en una industria que, en su mayoría, opera sin acceso a crédito, asistencia técnica ni control sanitario. Uno de los casos más visibles es el del sector lácteo: de los 5,6 millones de litros de leche que se producen a diario en el país, cerca del 49 % se comercializa en canales informales, sin trazabilidad ni garantías sanitarias.
Frente a esta realidad, el fortalecimiento del sector agropecuario formal exige algo más que fiscalización: requiere innovación. La biotecnología agrícola, impulsada desde universidades ecuatorianas y centros de investigación como INIAP y la Universidad de las Fuerzas Armadas ESPE, está mostrando potencial para mejorar la productividad, controlar plagas con menos químicos, reducir pérdidas postcosecha y generar alimentos más seguros.
Además, el país ha comenzado a implementar sistemas de bioseguridad agrícola, enfocados en el control de agentes patógenos, manejo genético de cultivos y trazabilidad alimentaria. Sin embargo, estas herramientas aún no logran penetrar en el universo de pequeños productores informales, quienes representan la mayoría de la fuerza laboral del campo.
El impacto de la informalidad no es solo económico. Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), los trabajadores informales están más expuestos a sustancias tóxicas, enfermedades y riesgos laborales sin acceso a servicios médicos o protección social. En el ámbito alimentario, la ausencia de controles eleva el riesgo de contaminación, afectando la inocuidad de productos como el banano, la papa o el café, pilares del agro ecuatoriano.
Además, la falta de datos confiables sobre la producción informal dificulta la planificación pública. La limitada cobertura de instituciones como Agrocalidad y ARCSA impide un monitoreo efectivo, afectando la capacidad del Estado para reaccionar ante crisis alimentarias o brotes sanitarios.
Superar este desafío implica una apuesta nacional por la inclusión productiva, combinando políticas públicas, incentivos a la formalización, acceso a tecnología y financiamiento específico para el agro. El uso de biotecnología para certificar productos, mejorar la trazabilidad y reducir riesgos sanitarios puede ser una palanca para atraer a los productores informales hacia el sistema formal, brindándoles herramientas para competir con mayores garantías.
El camino hacia un agro formal y sostenible pasa por la ciencia, la tecnología y la cooperación entre Estado, academia e industria. En un país biodiverso como Ecuador, la bioseguridad y la innovación agrícola no son opcionales: son fundamentales para garantizar el derecho a una alimentación segura y digna para todos.